La Revolución de Mayo, el inicio hacia nuestra independencia

Del 25 de Mayo al 9 de Julio

Bienvenido al Blog Alegorico del Bicentenario Argentino, del partido Coalición Cívica ARI Córdoba.

Nuestra intención aqui es acercarte información sobre la revolución de mayo, sobre como vivimos el Bicentenario como argentinos que somos, y por eso, queremos invitarte a reflexionar como tal, a partipar de las encuestas sobre tu punto de vista, y sobre actividades que pensamos realizar más allá incluso de la fecha patria del 25...

Porque nos interesa tu opinión y porque queremos seguir sintiendo y valorando la libertad, la igualdad, la independencia, y tanto más que significo nuestro origen, es que queremos empezar a reflexionar sobre el "Ser Nacional" y por eso tenemos programadas actividades para vos, durante lo que resta del 2010- en este 2010, año del Bicentenario- en la que vas a decidir sobre las mismas. Incluso este 9 de Julio proximo es otra gran fecha para todos, para la totalidad de la Nación Argentina, como otros dias patrios por venir.

Encuestas:

Danos tu punto de vista: porque tu voto decide...

Nuestra Identidad Cultural: ¿Que es lo más "Argentino" para vos?

¿Qué "Actividad" a realizar te resultaria más interesante?.

27 nov 2010

Despedimos el 2010, Año del Bicentenario Argentino, con Actividades Culturales...

Este Viernes 3 de Diciembre del 2010 - 19:00 hs - Rioja 681

Despidamos juntos este 2010, Año del Bicentenario de la Revolución de Mayo, con Actividades Culturales...
Estan todos invitados!
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Además, entrando en el 2011, estariamos realizando un Ciclo de Cine Nacional, tal como votaron y opinaron varios de nuestros visitantes (más adelante les daremos noticias al respecto, sobre futuras actividades).
Porque será todabia más interesante el debatir sobre el Ser Nacional encaminados al 2016, cuando se festeje el Bicentenario de Nuestra Independencia.
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25 ago 2010

Una Historia Oficial(ista) sesgada...

Ensayo
Bicentenario: la historia como mentira infame

El constitucionalista José Miguel Onaindia critica en este texto la visión sesgada de la historia que domina la interpretación oficial del Bicentenario. En particular, cuestiona la extendida noción de que en el Centenario no existían las leyes sociales. Y afirma que el respeto por el relato histórico permite el pensamiento plural y es una modalidad del respeto por la diversidad cultural, que es el signo de las democracias contemporáneas.

Por José Miguel Onaindia* - Publicado el 14.08.2010 en Perfil.com


En la sesgada versión que de la historia el oficialismo realiza para celebrar el Bicentenario, se omitieron datos y afirmaron hechos erróneos que alteran el pasado e impiden una interpretación plural de lo sucedido en nuestra patria. Un hecho histórico puede comprenderse de diferentes formas y permite la construcción de un relato diverso. Pero la negación de un hecho, o su omisión, sólo conduce a conclusiones que deforman la memoria y sustentan un pensamiento único y pueril.

Entre los numerosos secretos y mentiras que se usaron para narrar nuestra historia, en palabras e imágenes, se afirmó que en el Centenario no existían leyes sociales. El dato es falso y omite acontecimientos que favorecen una versión parcial de la historia y simplifican su interpretación. Ello es así porque, además de desconocer cómo se gestó la organización nacional y las ideas que le dieron sustento –como por ejemplo las afirmaciones de Jean Jacques Rousseau cuando, en el Discurso sobre la desigualdad entre los hombres (1795), propuso que la igualdad no se reflejara sólo en el reconocimiento de los derechos individuales sino también en el uso y goce de la propiedad mediante una distribución igualitaria de los bienes–, niega hechos legislativos concretos que se sancionaron antes de la celebración del Centenario y el surgimiento del peronismo.

El sustento ideológico del constitucionalismo social y del pensamiento socialdemócrata que lo fundamenta estuvo presente en la Argentina desde los comienzos de la organización nacional. La constitución histórica contuvo cláusulas progresistas y anticipadas a su tiempo que permitieron el desarrollo de una profusa legislación social y de una jurisprudencia que aceptó el bien común como un límite al ejercicio de los derechos individuales, especialmente aquellos de contenido patrimonial. Los pensadores que la inspiraron dedicaron su reflexión a las cuestiones sociales. Basta recordar que Esteban Etcheverría, escritor esencial de la generación del ‘37, dio por título a una de sus obras capitales El dogma socialista.

En el texto de nuestra carta originaria encontramos la base normativa de estas medidas y de una concepción del rol del Estado mucho más activa que la del “estado gendarme”, en boga en esa época. No puedo dejar de señalar el texto del entonces artículo 67 inc. 18, denominada cláusula de la “prosperidad o del progreso”, cuya redacción ha quedado intacta luego de la reforma de 1994. Esta cláusula contiene una serie de actividades que el Estado nacional debe impulsar y que son concurrentes con las provincias, puesto que pueden complementarlas dentro de sus territorios. Quedan incluidas en este inciso una cantidad de normas que importan al cumplimiento del bien común y la actuación del Estado en todos los ámbitos que justifican su existencia. Estos objetivos están íntimamente relacionados con los fines del Estado enunciados en el preámbulo de nuestro texto constitucional.

En base al contenido de este inciso, que ordena al Congreso de la Nación proveer lo conducente “...al progreso de la ilustración, dictando planes de instrucción general y universitaria”, la Argentina, con el liderazgo de Sarmiento, instrumentó su arma más revolucionaria y transformadora: el sistema de enseñanza pública. La ley 1.420 que impuso el carácter gratuito, laico y obligatorio del sistema educativo y las normas, instituciones y actos que lo complementaron, permitieron que nuestro país creara el instrumento que le daría personalidad única en la comunidad internacional y le permitiría combatir con éxito la pobreza y la inequidad social.

No es honesto obviar este sistema en un análisis de la evolución social en nuestro país, porque la reducción del analfabetismo, la movilidad social que implicó, y la integración del inmigrante y los nativos derivada de su aplicación, fueron las bases indispensables para el dictado de la legislación social y el progreso de la jurisprudencia desde comienzos del siglo XX. Como tampoco puede obviarse, por su impacto en la organización plural de la sociedad, la sanción de la ley de matrimonio civil (ley 2.393) que quitó a la Iglesia Católica el registro de los matrimonios y creó una institución que permitió el derecho a casarse y formar una familia a las personas de diversos credos o que no profesaran religión alguna, anticipo del matrimonio igualitario recientemente sancionado.

Antes de la inclusión de las cláusulas sociales en el texto constitucional, que se produce en la reforma de 1949, nuestro país desarrolló una legislación social que en algunos casos (accidentes de trabajo, jornada laboral, indemnización por despido arbitrario) tuvo vigencia por varias décadas. Si fijamos el punto de partida de esta legislación protectoria del trabajo en relación de dependencia en 1905, con el dictado de la ley de “descanso hebdomadario” –dominical– (ley 4.611), iniciativa del diputado socialista Alfredo Palacios, advertimos que nuestro país se adelantó en esta materia a muchas naciones, y permitió la adecuación del estado de derecho a los requerimientos sociales y a las más avanzadas ideas que los grupos inmigrantes trajeron a nuestro país. Socialistas, anarquistas, radicales, demo-progresistas, feministas y otros grupos políticos desplegaron su acción para lograr que el Estado atendiera sus requerimientos. En este punto creo que es justo destacar nuevamente la flexibilidad del texto de 1853-60, que a través de cláusulas concretas y del espíritu que la inspiraba, cobijó sin grandes conflictos jurídicos este desarrollo, pues su propia normativa (art. 33) consagraba los derechos implícitos “…pero que nacen del principio de soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”.

Para la celebración del Centenario también se había sancionado la ley 5.291, que regulaba el trabajo de mujeres y niños, luego reformada por la ley 11.317 de 1924, y se había creado un Departamento Nacional del Trabajo para que desde la administración se atendieran los problemas surgidos del trabajo, definitivamente consolidado en 1912. En 1904 fue enviado al Congreso nacional el primer proyecto de Código de Trabajo que se redactó en nuestro país y cuyo autor fue Joaquín V. González. Luego, sólo durante el gobierno de Arturo Illia, se elaboró otro proyecto integral pero tampoco obtuvo tratamiento parlamentario, pese a que el art. 14 bis ordenó el dictado del Código de Trabajo y Seguridad Social entre los códigos de fondo, aún carente de sanción y de proyecto en estudio.

Tampoco estuvo ausente la legislación en materia de seguridad social, porque en 1886 se sanciona la ley 1.909 que instaura una jubilación para maestros, en 1887 con la ley 2.219 se instituye un régimen para el personal de la Administración Pública y en 1904 mediante la ley 4.349 se crea la Caja Nacional de Jubilaciones para Funcionarios, Empleados y Agentes Civiles de la Administración. La conciencia de lo imperioso de cubrir las necesidades de quienes debían, por razones de edad, dejar sus trabajos, estuvo presente aunque su universalización llegara décadas más tarde.

Si pensamos en los derechos culturales, la ley 4.195 de 1903 estableció la abolición de la censura teatral, hecho paradojal porque a partir del primer golpe de estado de 1930 y, con especial énfasis, a partir del golpe de 1943, se consolida un sistema de censura de publicaciones y espectáculos cuya descripción constituye una elíptica narración del autoritarismo en Argentina.

Pero no son sólo leyes sino también la jurisprudencia la que da cuenta de esta evolución, pues reconoció la constitucionalidad de normas restrictivas del derecho de propiedad y limitó su ejercicio por razones de interés público. La Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró la constitucionalidad de la ley 11.157, que congeló los alquileres de inmuebles urbanos destinadas a vivienda, comercio o industria, porque interpretó que ,tratándose del interés de la mayoría de la población, “…no son solamente condiciones de humanidad y de justicia social las que reclaman su intervención, sino también su interés directo, ya que es elemental que una situación afligente del mayor número tiene que repercutir desfavorablemente sobre la economía general, dada la vinculación lógica de todos los intereses materiales” (caso “Ercolano” del 28 de abril de 1922).

La existencia de estas leyes y criterios jurisprudenciales constituyen un hecho innegable. Su interpretación puede ser múltiple y la admisión de su existencia no implica –como en mi valoración personal– realizar un panegírico o siquiera una adhesión a ese período histórico, pero la omisión de esos actos constituye una deformación del pasado de gravedad institucional porque viola derechos humanos fundamentales, como el derecho de aprender y pensar sin interpretaciones elaboradas e impuestas por quienes detentan el poder del estado.

En 1962 el director William Wyler llevó por segunda vez al cine la adaptación de una pieza teatral de Lilian Hellman (The children’s hour), cuya traducción a nuestro idioma –arbitraria en lo literal pero certera en lo sustancial– fue La mentira infame. El filme narra la historia de la destrucción de dos honestas docentes y su proyecto pedagógico por la mentira de una alumna resentida. El drama individual que produce la deformación de la realidad es asimilable con consecuencias más graves en una comunidad. Cuando las máximas autoridades del país y quienes colaboran en su reconstrucción del pasado desconocen y esconden hechos sucedidos, sea por ignorancia o por decisión deliberada, también incurren en una mentira infame (“que carece de honra”, según el diccionario) por sus efectos. El respeto del relato histórico es una modalidad del respeto por la diversidad cultural, que es el signo de las democracias contemporáneas. Su negación, la imposiblidad de un pensamiento plural y complejo. Los resultados ya los conocemos. Como afirmó Albert Camus, “cuando la inteligencia se apaga, comienza la noche de las dictaduras”.

*Constitucionalista. Presidente de la Fundación Internacional Argentina.

Fuente: Bicentenario: la historia como mentira infame, por José Miguel Onaindia - Perfil.com - 14/08/10
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17 ago 2010

Al padre de la Patria, en el año del Bicentenario, nuestro sincero homenaje en otro aniversario de su fallecimiento.

Al Padre de la Patria:
José de San Martín, en el 160º aniversario de su muerte.

El 17 de agosto se cumple 160 años del fallecimiento de Don José de San Martín, artífice de la Independencia Argentina y, junto a Simón Bolivar, Libertador de América.



Hoy, 17 de Agosto, se cumple un nuevo aniversario de la muerte del General San Martín, el Libertador de América. En Argentina lo recordamos como el “Padre de la Patria”. En el Perú, se lo recuerda como libertador de aquel país, con los títulos de “Fundador de la Libertad del Perú”, “Fundador de la República” y “Generalísimo de las Armas”. En Chile su ejército lo ha destacado con el grado de Capitán General.

Pero más allá de su gesta libertadora, San Martín es una pieza fundamental en la construcción de nuestra identidad nacional (Bartolomé Mitre, a través de su monumental Historia de San Martín, y Ricardo Rojas con su Santo de la Espada, forjaron la imagen del héroe). Su célebre figura en el mundo y su heroico proceder, nos hace recordar que otra conducta (de honestidad, valentia, dignidad...), otra entrega y resignación por la patria aun es posible. Por eso, rememorar su vida a partir de un nuevo aniversario de su muerte es recordar ese relato que escuchamos en los actos escolares de nuestra infancia, esa gran narración que nos conformó como comunidad y que debemos pensar y reconsiderar en nuestro camino hacia una patria justa, libre y soberana. Nuestros respetos, a la memoria del General, Don José de San Martin.
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9 ago 2010

"Costumbres Argentinas", por Beatriz Sarlo.


Opinión
Costumbres argentinas
Beatriz Sarlo


La corrupción no le importa a nadie, me dice un amigo. Los miles de minutos emitidos y de centímetros impresos destinados al tema se justificarían por lo menos en una de las dos razones siguientes: la corrupción es una noticia que la gente sigue con interés, o esas incesantes noticias finalmente llegan a interesar a lectores y televidentes.

Pero si mi amigo tiene razón, se gasta pólvora en chimangos, no sólo porque escasean los jueces y fiscales que se atrevan con la corrupción, sino también porque a muchos argentinos les resulta más o menos indiferente, aunque no lo digan de modo explícito porque sería un cinismo que pocos están dispuestos a practicar abiertamente.

La democracia aparece como un régimen que brinda oportunidades para delinquir desde el gobierno y no asegura el castigo de quienes las aprovechan. Pero las dictaduras también han demostrado ser regímenes corruptos. Los regímenes excepcionales, como el de Fujimori, en Perú, no exhibieron menos, sino más corrupción que otros, y democracias surgidas de revoluciones populares o campesinas fueron rápidamente colonizadas por un Estado que practicó la corrupción de modo piramidal y con un orden que todos los subordinados debían respetar.

Por cierto, no es ninguna garantía de menor corrupción que los gobiernos sean ocupados por elites que ya poseen fortunas cuando llegan al Estado; tampoco es una garantía que sean hombres venidos desde abajo, en largas luchas, los que arriben finalmente al poder.

Lo que acabo de describir sería un sistema universal e inevitable contra el que, como está en la naturaleza de las cosas, no se podría hacer nada. Sin embargo, hay países donde la corrupción está mal vista por la clase política en su conjunto. No es necesario ir muy lejos: Uruguay y Chile ofrecen ejemplos cercanos. Recuerdo, hace algunos años, leer en los diarios chilenos el escándalo provocado por un legislador que se había quedado con una suma que en la Argentina sería considerada de libre uso (un "vuelto", diríamos con desvergonzada sinceridad). La opinión pública condenó duramente a algunos parlamentarios británicos por gastos que aquí serían livianamente considerados parte de sus prerrogativas, y hace pocos días un ministro del nuevo gobierno debió renunciar porque había usado una asignación de alquileres para pasársela a su pareja, como si fuera un inquilino.

Es escéptica y superficial una sociedad que no les hace pagar las consecuencias de sus actos a políticos que han sido denunciados como corruptos. Se apasiona con el chimento, lo consume como si se tratara de noticias aparecidas en revistas de celebrities , a las cuales tampoco les hace pagar con su prestigio el descubrimiento de que poseen autos importados de modo flagrantemente irregular. Las celebrities , entre sus atractivos fatales, tienen el de ser transgresoras. Pero a las celebrities se las ama y a los políticos, no. Hay una disposición a creer cualquier cosa de cualquiera, y por lo tanto a pronunciar la peor de las frases de la antipolítica: "todos son corruptos".

Verdaderos problemas de la política quedan neutralizados por la indiferencia. Nadie se vuelve menos alerta ante la corrupción por falta de datos, porque los datos abundan. La cuestión pasa por la experiencia del castigo: los corruptos sin castigo son un ejemplo tan persuasivo como el de quienes no pagan sus impuestos y quedan alojados en nichos donde finalmente los pasa a recoger el camión sanitario de alguna moratoria.

En los países donde las transgresiones son duramente sancionadas, la corrupción o la evasión impositiva, tanto como sanciones morales, hacen correr el riesgo de sanciones penales. Esos crímenes no son tratados como un caso de conducta revoltosa en el último año del secundario.

Cuando la sanción penal es dura, la moral tiene un mejor terreno para implantar su discurso: se sabe que no hay que delinquir porque está mal, pero también porque existe la pena apropiada al delito. Fuera de ese régimen de delitos y penas, la ética pública se vacía de fuerza performativa.

Pero más importante que esto quizá sea el hecho de que es complicado convertir la corrupción en algo políticamente significativo. Quien estuvo cerca de lograrlo fue Carlos Alvarez. En 2000, renunció a la vicepresidencia de la República cuando estalló el escándalo de la compra de senadores. Ese acto "politizó la corrupción", es decir que la mostró no sólo como una falta moral sino también como el arma más destructiva utilizada sobre el Congreso. El camino que luego siguió Alvarez no insistió en esta línea, pero su renuncia tuvo un valor pedagógico, aunque de efecto breve.

Politizar la corrupción es sustraerla del terreno donde hoy se la muestra: el de una anomalía que se olvida para ser reemplazada por otra y, así sucesivamente, el corrupto de mañana desaloja al corrupto de ayer, confirmando el prejuicio antipolítico expresado por la frase obtusa "todos son corruptos".

El caso del majestuoso enriquecimiento del matrimonio Kirchner, que fue tan rápidamente considerado inimputable por un magistrado servicial, debiera ser explicado mejor no sólo en los detalles de una inversión inmobiliaria afortunada.

La democracia amplía las oportunidades para mucha gente que en otros regímenes no estaría en el gobierno. Esto es óptimo. Pero también amplía cuantitativamente el universo de personas que serán sometidas a todas las oportunidades que se tienen en el poder o cerca de él.

Esta desigualdad entre representantes y representados es peligrosa siempre, porque el representante sabe antes que el representado de dónde puede sacarse una tajada. Por otra parte, el representante tiene más posibilidades que el representado de inventar un discurso que justifique sus acciones. El más habitual hoy es el de los costos de la política. Los partidos necesitan financistas privados a los que se retribuye con contratos del Estado. Y esto ha sucedido no sólo en la Argentina.

De alguna manera se difunde la idea de que sólo alguien muy rico puede pagarse una campaña electoral y, entonces, la competencia queda entrampada entre el millonario y el corrupto (cuando no entre la fusión de esas dos figuras en el mismo hombre). Kirchner necesita enriquecerse porque su futuro político pasa por tener los medios para seguir en el escenario aun cuando pierda las elecciones.

Por otra parte, el ciudadano puede pensar sin malicia consciente que muchos no dejarían escapar una oportunidad tan generosa como la que se les ofreció a los Kirchner para expandir su capital. Hacer negocios lícitos y no lícitos con el Estado es una tradición argentina. Al continuarla, Kirchner cumple un sueño y adhiere a una costumbre. El crecimiento de una fortuna más allá de tasas que resulten verosímiles implica haber saltado sobre la oportunidad; desprevenidamente, podría creerse que con esto no se le roba a nadie, como si cualquier delito de corrupción se redujera a la figura del robo.

Las zonas grises abundan y son aquellas en las que es más difícil establecer un juicio si no se tiene muy claro cuál es la separación entre lo público y lo privado.

La depredación de lo público no es una actividad que sólo sea practicada por los políticos. Los delitos ecológicos, para poner un ejemplo, no son robos sino depredaciones tan evidentes como que se usa un curso de agua público para envenenarlo con basura industrial privada.

La otra corrupción, directamente política, es la que sucede con el manejo discrecional de los fondos públicos. Cuando algunas organizaciones sociales reclaman que los subsidios no sean manejados por los intendentes hacen centro en una estrategia de poder que confunde las lealtades electorales con los medios para conseguirlas.

Dejando de lado la posibilidad de que esos intendentes realicen actos de corrupción que los favorezcan directamente, lo que hacen es utilizar fondos que no les pertenecen, administrándolos en su favor o en el del gran caudillo que los adjudica. El carácter intrínsecamente corrupto de esta maniobra tiene tanto que ver con el uso político de fondos sociales como con las ocasiones de enriquecimiento personal de los jefes municipales que son responsables del desvío. Volver sobre estos casos es politizar la corrupción, porque estas maniobras realizadas con fondos públicos afectan derechos de ciudadanía.

Es obvio que, sin perder el eje de una moralización de la política, lo que parece necesario es una ininterrumpida politización de los discursos sobre la corrupción.

Esto quiere decir: extraerla de la esfera moral y definirla siempre como cuestión política, ya que la hace posible el ejercicio del poder; explicarla siempre en términos políticos, incluso cuando parece responder a extravíos personales; distanciarse del cualquierismo que afirma que todos fueron, son y serán así; señalar los usos privados de lo público como transgresiones que destruyen la vida política y social y el funcionamiento mismo de la economía; impugnar la idea de que es posible ejercer el poder de manera corrupta y, al mismo tiempo, eficaz, democrática y popular. Imposibilitar la ecuación que, en su momento, benefició a Menem: son corruptos pero gobiernan. Simplemente, si son corruptos no deberían gobernar y si gobiernan no deben ser corruptos.

Fuente: Opinión - Costumbres argentinas, por Beatriz Sarlo - La Nación - 10/06/10
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21 jul 2010

La Argentina no es un gran país, según el analisis del filosofo Alejandro Rozitchner: ¿vos que pensas?...

La Argentina no es un gran país

Por Alejandro Rozitchner
www.100volando.net

Supongamos que el amor a la patria es sincero, porque hay gente que lo siente. O supongamos que, sin necesidad de ponernos nacionalistas, a uno le pase que adore su ciudad, su provincia, su circunstancia argentina, su ser de aquí, sus costumbres y sus amigos. Está todo bien. Es lindo sentir esas cosas, son partes de una actitud sana en la existencia: querer lo propio, disfrutarlo. De ese amor surgen las fuerzas afirmativas que permiten mejorar las situaciones que queremos mejorar.

Pero ahora viene la pregunta: ¿es necesario sostener a continuación la absurda idea de que la Argentina es un gran país? Veamos los hechos: aun teniendo grandes riquezas naturales no logramos eliminar la pobreza. Hemos crecido, hemos decrecido, hemos mejorado (y lo digo en serio, siendo la principal mejoría el hecho de que no tenemos ya violencia política) y, con todo, una gran parte de nuestros compatriotas continúa padeciendo miseria. No todos los chicos argentinos comen, ni tienen educación, ni tienen adecuados cuidados de salud. No todas las personas argentinas tienen trabajo, o saben trabajar. O quieren trabajar (existen todas las variables). ¿No basta este cuadro, verdadero de toda verdad, para concluir que no somos un gran país?

Los grandes países lo son por su capacidad para los grandes logros. De nada sirve decir que todos los chicos argentinos tienen derecho a la alimentación: hay que lograr darles de comer. Los grandes países lo logran. Su producción es enorme, hay dinero, recursos. Su capacidad de gestión es alta: saben generar planes asistenciales eficaces (contrariamente a lo que podemos creer con inocencia, los grandes países gastan más que nosotros en planes asistenciales y, además, los hacen mejor). Los grandes países, cuando encaran un trabajo social, no ven los objetivos desdibujados por conveniencias políticas o por corrupción, como nos pasa a nosotros. Los grandes países saben limitar la corrupción, el uso de lo público con fines privados. Los grandes países son capaces de desarrollar fuerzas de seguridad más eficaces, porque si bien en todas partes hay delincuentes no en todas se los hace víctimas del sistema y se los quiere liberar del peso opresivo de la represión capitalista (verso campeón entre los versos posibles).

Los grandes países no viven a las puteadas con sus políticos, porque las personas que los conforman, en vez de hacer el truco de quitarse responsabilizad disfrutando del encantador arte de la puteada continua y la meritoria decepción, se meten en los partidos y generan opciones de cambio. Los grandes países no rechazan a sus políticos, tienen mejores políticos. Los grandes países reinventan la política cuando lo sienten necesario, porque las personas que viven en ellos cuando ven aspectos en el gobierno que no les gustan, se meten en el tema para dar la batalla que supone el trabajo de mejorar.

Sí, claro, queda el recurso de la potencia y el sueño. La Argentina es un gran país por las cosas que podría lograr. Pero mientras no las logre, esa presunción es narcisismo barato, nacionalismo berreta. O peor: están los que piensan que la Argentina es un gran país porque hace muchos años vivió un notable momento de desarrollo. Sin embargo, los grandes países no tiran el desarrollo logrado con esfuerzo a la marchanta en una constante fiesta de demagogia y populismo. Los grandes países continúan el trabajo.

Tenemos que asumir el peso de la verdad: el nuestro no es un gran país. Sí, somos bastante inteligentes, lindos, encantadores, cancheros, talentosos pero no tenemos un gran país. ¿Nos gustaría tenerlo? Muy bien. Es un buen objetivo. Además, alcanzable. Otros lo han logrado, ¿por qué nosotros no vamos a poder hacerlo? Hagamos lo necesario.

Una de las cosas necesarias es lo que propone este artículo: no cultivar un orgullo vacío, simbólico, un amor ideal y confundido. El amor por el país se muestra en trabajos concretos. Esa costumbre nuestra de amar mucho y no hacer nada no es amor, es blablablá. Ese simbolismo confunde, engaña, retrasa. Amar y estar a las puteadas no es amar. No tenemos derecho a vivir rechazando la política, tenemos que entrar en ella y mejorarla. Tenemos que crear un ambiente político en donde la sana competencia por el poder no genere constantes trabas en la gestión sensata. Tenemos que construir una política de creatividad y entendimiento, no una de confrontaciones y divismos, de incapacidades y disgustos constantes. Hay que hacerlo ahora, porque no sólo no somos un gran país, tampoco somos eternos. ¿Alguien quiere ayudar?

¿Vos qué pensás? Opiná acá

Alejandro Rozitchner es escritor, filósofo y novelista, trabaja como inspirational speaker y es asesor de la Secretaría General del Gobierno de la Ciudad.
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12 jul 2010

Una opinión para el debate: Acerca de la independecia y el ser libres en estos tiempos...

Hubo muchas ideas diferentes de independencia a través de la historia argentina. En 1816 la declaración de los congresales de Tucumán fue un acto formal: el país ya tenía bandera, himno, moneda y gobierno propios. Décadas más tarde, para los unitarios no había país independiente sin cultura propia; para los federales, en cambio, no existía nación sin defensa de la soberanía. Así, la Generación del 80, Yrigoyen y el peronismo dieron nuevos significados al hecho de ser libres. Hace unos años atras en Clarín, Félix Luna los resume y ofrece su punto de vista sobre cuál de ellos tiene más lógica en este mundo de fin de siglo

¿Qué significa ser libres?

Por Félix Luna

Que yo sepa, la palabra independencia tardó tres o cuatro años en incorporarse al vocabulario revolucionario en las Provincias Unidas del Río de la Plata. Más bien se hablaba de libertad y el concepto de emancipación se reservaba para una etapa posterior, cuando las armas patriotas alejaran el peligro de una derrota. Cuando Alvear tomó Montevideo, esa pistola que desde 1810 apuntaba al pecho de la revolución , recién entonces empezó a hablarse abiertamente de independencia, aunque ya para entonces estas tierras tenían bandera, himno, moneda y gobierno propio. Pero los dirigentes porteños eran cuatos y avanzaron solo paso a paso. Cuando en 1816 el Congreso de Tucumán proclamó solemnemente la independencia, esta ya era una circunstancia irreversible que los congresales se limitaron a homologar.

Múltiples sentidos Independencia era, pues, una patria libre de toda dominación extranjera. Pero la palabra fue cambiando de connotación con el transcurso del tiempo. Para Echeverría ser independiente incluía una cultura propia. Para Rosas, la independencia era el ejercicio irrestricto de lo que hoy llamaríamos soberanía. Los organizadores del país y los hombres del 80 fueron celosos de la independencia política pero entendieron que una nación periférica como la Argentina tandría que hacer concesiones a los intereses extraneros si quería alcanzar objetivos de progreso que la robustecieran. Yrigoyen produjo algunos gestos y palabras en el campo de la políticca internacional que expresaban una mayor autonomía de decisiones: tal, la neutralidad o la no incorporación a la Sociedad de las Naciones. En las décadas de 1930 y 1940, sectores nacionalistas batieron el parche sobre la independencia económica y Perón declaró que esta era una realidad, en Tucumán, en 1946.

Los ejemplos podrían seguir, pero quiero decir que aquella vieja palabra que en el nacimiento de la Patria movilizó tantos sueños y tantos esfuerzos, fue ampliando su significación. No importa que las inclusiones hayan sido algunas veces pretextos para recursos políticos o que tuvieran un alcance puramente retórico; lo cierto es que los argentinos sentimos hoy que aquello que se proclamó hace casi 170 años es una concepción bastante más compleja que la de entonces. En un mundo tan embarullado como el de hoy, ningún país puede pretender una independencia absoluta: el solo hecho de adherir a Naciones Unidas y a muchos de sus organismos derivados restringe en alguna medida la independencia. Pero esta no puede limitarse tampoco a los ritos formales de nuestros símbolos patrios. Creo que los argentinos hoy centran la idea de la emancipación en la capacidad del país de decidir según sus propios intereses dentro de una razonable convivencia internacional y de una prudente relación con las naciones más poderosas. Esto parece obvio, pero debe completarse con la posibilidad de que nuestros compatriotas tengan un acceso posible a los bienes físicos y espirituales que hacen a la vida algo digno de vivirse. Dicho de otro modo, que sientan que nuestra condición de país independiente es un valor defendible, que vale la pena serlo.

Intereses comunes Está muy claro que el mundo marcha hacia una progresiva interdependencia y que la concepción de países autárquicos ha quedado atrás. Acaso la independencia radique para nosotros, argentinos y latinoamericanos, en dar a nuestros pueblos más educación y un instrumental de cultura que les permita distinguir sus propios intereses colectivos, y a la vez manejar una tecnología cada vez más imprescindible. De algún modo esta propuesta valoriza la idea de Echeverría. No la contradice sino que completa la significación de aquello que se proclamó en una casa tucumana cuando nuestro país era apenas un boceto, una vocación frágil y vulnerable.

Fuente: Sección Opinión en Clarín
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